Skip to main content
Novedades

Yo y Opalka, u Opalka y yo, que es más educado

La explanada de Beaubourg en París, llena siempre de músicos callejeros
(ahora se llaman buskers, lo que parece que les da más categoría) y
gente tirada en el suelo (que se sigue llamando gente tirada en el suelo).
A la derecha se puede ver parte del Centre Georges Pompidou, que no
pongo completo porque me parece ofensivamente horroroso.
(Imagen CC de JLPC, vía Wikimedia Commons.)

Era el verano de 1992 y yo vagaba por el Centre Georges Pompidou, que tenía alguna exposición de la que sólo recuerdo una batería hecha de tela rellena que creo que es de Oldenburg y un buen pico de esas cosas que siempre he sentido que son vacuidades o, en el peor de los casos, tomaduras de pelo a la buena voluntad del público. Era además mi primera visita a París, cosa que quiere decir shock sociocultural continuado y ese asombro que ya no se quita nunca…

Ya muchos años atrás, en la adolescencia (ésa que vista de lejos parece dorada aunque la honestidad nos obliga a admitir que el chapado en oro es un espejismo autocomplaciente) me había yo metido en los respectivos líos con los vanguardistas de mi propia edad que por entonces hacían cosas tan inenarrablemente extrañas como admirar el cine de Passolini y Visconti, la música -es un decir- concreta de Stockhausen, y la poesía de Paz en Ladera Este, lo que es decir que andaban en lo que hoy se conoce como el postureo hasta sus últimas consecuencias. Y lo digo porque sé que disfrutaban más de A Clockwork Orange, de 2001: A Space Odyssey o Rosemary’s Baby que de su contemporánea Teorema, película que me pareció estúpida hasta que leí el libro que había que leer «para entenderla», y entonces ya me pareció mucho peor. Pero Teorema les permitía creer que habían visto una genialidad sublime y «la entendían», cosa que valoraban mucho. En la misma línea, a la hora de oír música, yo sabía (joder, estaba con ellos) que lo pasaban mejor escuchando a Wanda Landowska ejecutándose todo El clavecín bien temperado de Bach (si andábamos clásicos) o a Janis Joplin y a Moody Blues (en código más de nuestros años). Y al citar poesía echaban mano antes de Lorca que de Paz, o bien se iban al Paz de antes de la guerra civil española.

Yo, que ya era bruto con convicción, lo decía: «Esto es una mierda». Y me miraban mal. De hecho, mi opinión sincera sobre La muerte en Venecia me costó, si no un noviazgo en forma, al menos un meneo que mucho se habría agradecido en aquellos años, cuando se supone que ocurrió la revolución sexual pero a mi casa no llegó por algún problema de correos.

Dirk Bogarde muriendo a lo gilipollas en el soporífero truño La muerte en Venecia,
de Luchino Visconti (1971). Si crees que esta imagen es un spoiler,
es que no te enteraste del título del truño.

Así que me pasé la vida esquivando vanguardias y disfrutando el arte aldeano que, años después, sería no sólo mainstream, sino considerado una vanguardia impresionante, desde Philip K. Dick y Lovecraft hasta Deep Purple y Moody Blues, pasando por los cómics de Will Eisner y el cine de musicals. Pequeños triunfos que acumula uno cuando los exquisitos vienen a cenar de nuestro plato.

Y así llegué, ya como adulto formado y novelista publicado (esto se supone que me da entidad para opinar, observe usted), a vagar por el Georges Pompidou.

Vi que se anunciaba una exposición única, singular y emocionantísima, un acontecimiento seguramente irrepetible donde se reunían numerosísimas obras pictóricas del genio polaco de la plástica Roman Opalka. Y bueno, ya estaba yo allí. Entré a la sala. Todo era blanco (techo, piso, paredes) salvo los cuadros del genio, y la ambientación auditiva era la voz del propio Opalka diciendo algo en polaco que sonaba tan poco modulado que pensé en una de esas oraciones repetitivas de novenario. Era peor. En los cuadros había números pintados. Varios miles de números en cada lienzo. Del 2.330.825 al 2.335.886, por ejemplo. El siguiente cuadro seguía con el 2.335.887.

Éste es un detalle de la pintura en la cual el maestro del óleo llegó a un millón…

Y el sonido ambiente, supe después, era la voz del mismísimo Opalka recitando en polaco los números que iba pintando. No me atrevo a tratar de describir la emoción profunda que me invadió en el momento en que descifré todo el asunto con ayuda de algún folletito impreso en varios idiomas (yo sigo creyendo que hablo francés, contra la opinión de la mayoría de los franceses), pero quizás podría reducirse a un «¡No-me-jo-das!» aunque con una profunda carga conceptual y una emoción vibrante.

Por supuesto, el asunto era serio para Opalka, no digo que no. Desde los 34 años de edad hasta su muerte, ocurrida 45 años después, se dedicó en cuerpo y alma a su proyecto llamado «1965 / 1 – ∞». Se proponía pintar del uno hasta el infinito, cosa que uno supone que él sabía que no se puede, y de hecho llegó hasta el 5.607.249 cuando murió, número que está tan lejos de infinito… pues como 1, claro. Se pintó más de 124 mil números al año durante casi medio siglo en un esfuerzo tan colosal como aparentemente memo. La entrega del artista (o algo) a su proyecto es admirable, sí, pero encontrarle sentido tiene lo suyo. Y la entrega y dedicación de su público ni se diga. El cuadro donde pintó del 4.776.969 al 4.795.472 se vendió en la casa de subastas Christie’s por la depilatoria suma de £530.500, que a tipo de cambio postBrexit se traduce en 627.558 euros.

Salí del Georges Pompidou a la explanada de Beaubourg y todavía tuve que aguantar a dos músicos callejeros estadounidenses patanescos que le exigían dinero a la gente y tuvieron la infinita cara de reñir a una chiquilla que les dijo que no tenía dinero. La impertinencia que le soltaron fue algo como «Vaya, estar en la ciudad más cara de Europa y no tener dinero». Como si ellos tuvieran los millones de los Rolling Stones en lugar de andar pidiendo para comer a 6 mil kilómetros de Wapakoneta, Ohio, de donde nunca debieron salir. No tenían nada que ver con Opalka, pero no ayudaron al día.

No haré burla de todo el asunto de Opalka. Ni de las explicaciones que el artista daba de la simbología profunda del concepto intenso de la vivencia encarnada y la trascendencia de que el fondo fuera más o menos oscuro en cada obra maestra (daba conferencias sobre el asunto, de verdad)… Ya lo he hecho durante 24 años.

Pero durante esos 24 años, y desde que era un joven aspirante a poeta que luego se dedicó a la música para después hacerse cuentista, novelista y fotógrafo (y que hoy se plantea la vuelta a la música nomás por joder) he hecho también algunas reflexiones sobre todo ese arte de vanguardia, y he tenido largas cuanto nunca fructíferas discusiones con queridos amigos (y despreciables enemigos) que disfrutan de las vanguardias –o eso dicen– y aseguran que pueden distinguir distintos cuadros de Jackson Pollock, tarea que les digo que me parece no sólo imposible, sino innecesaria e inmensamente boba… y básicamente concluyen lo que concluyó aquella novia que nunca fue cuando yo habitaba los 17 años: que soy un puto aldeano.

Instalación de Yoko Ono.
Tres montones de tierra etiquetados «País A», «País B» y «País C»
frente a un póster de «War is Over», la campaña de Lennon y Ono
contra la guerra de Vietnam. Con esta audaz obra de arte de
complejísima ejecución, Yoko Ono consigue trasladar a los
imbéciles de su de su público tres originales y asombrosos
conceptos, todos de una profundidad de vértigo: 1. Todos los
países son iguales. 2. La guerra es cosa mala. 3. Soy la viuda
de Lennon y que no se les olvide.

Bien, sí. Soy un aldeano. La música con dos notas no me parece «un audaz intento de ruptura del status quo impuesto por la dodecafonía burguesa», sino una impostura (ya los 4′33″ de John Cage me parecen directamente reírse a la cara de la gente). La pintura sin objeto, «la performance», la instalación, la poesía concreta, el videoarte en general,  y todo lo que son las vanguardias me parecen un embuste. Me lo parecieron cuando Yoko Ono se hizo famosa y me lo parecen hoy cuando hay hordas de presuntos artistas de encefalograma plano que se sienten Yoko Ono y quieren su fama, su dinero y ser las viudas de Lennon.

La cuestión es por qué.

El contexto racional, fáctico, del dato y el hecho, puede enriquecer enormemente el disfrute del arte, vamos a aceptar esto. Uno encuentra matices nuevos cuando se entera, por ejemplo, de las técnicas del fresco que hacen aún más impresionante el trabajo de Miguel Ángel en la Capilla Sixtina. Un entretenimiento mío para una novela que nunca acabé fue buscar las herejías (que no son pocas) contenidas en el techo majestuoso que pintó el genio de Caprese entre 1508 y 1512, lo que exigía, claro, cotejar las escenas con la descripción bíblica. (Ojo a los gestos de erudición que deslizo con tanta elegancia… ¿qué?, ¿usted sabía que Michelangelo di Lodovico Buonarroti Simoni nació en ese pueblucho de la Toscana? No, ¿verdad? Pues esa erudición da puntos adicionales si a uno le da por posturear.) Claro que todo eso y muchas cosas más le dan nuevas y enriquecedoras dimensiones a la hazaña pictórica.

Pero…

El techo de la Capilla Sixtina. Miguel Ángel Buonarotti.
(Imagen CC de Aaron Logan vía Wikimedia Commons)

Tengo la impresión de que si uno no sabe nada de la Biblia, si lo único que le evoca «Miguel Ángel» es el nombre del bajista de un grupo que no conocen más que en su pueblo, si el Renacimiento le suena a barrio argentino, si «fresco» es sólo lo que siente cuando le da la brisa… de todos modos al entrar a la Capilla Sixtina y ver el trabajo de Miguel Ángel va a sentir algo.
Como lo siente uno cuando ve el Taj Mahal la primera vez sin estar enterado de la historia que tiene detrás (yo hasta hoy no tengo puta idea de qué lugar ocupa en la historia de la arquitectura indostana, pero me sigue pareciendo precioso).

Como lo siente con los primeros compases de la Toccata y fuga en re menor de Bach, o con los de «Thick as a Brick» de Jetrho Tull. O al leer a Poe.

Quiero decir, pues, que lo que se espera del arte (o lo que yo espero, pues) es que provoque emociones independientemente del hecho racional. Si necesitas el contexto, si tu emoción depende de que tengas la información necesaria para entender el esfuerzo de Opalka (o la babosada de Yoko Ono, que exige que sepas qué fue la campaña «War is over» y qué fue esa guerra y cómo cambió al mundo y quién era ese señor contradictorio llamado John Lennon y cómo llegó a casarse con esta poser), entonces la emoción tiene inevitablemente algo de evocada, algo de falso, algo de postureo: «Me emociono con el arte de Riflovia Mishkiminsky porque mi conocimiento, información, capacidad de búsqueda en Google, elevada posición social y educación refinada me ponen por encima de ti, puto aldeano que se entusiasma con la simpleza de Van Gogh, que pintaba florecitas, amosnomejodas…«

Florecitas de Van Gogh. En este caso, «Cuatro girasoles cortados».

(Juro que Riflovia Mishkiminsky no existe, pero me registro al personaje porque me la imagino con un vestido y permanente de 1950 haciendo una performance en el que se arregla las uñas dentro de un cubo de plexiglás mientras el público la escupe, cosa que debe ser profundísima si la interpretas como debes. También me registro la performance. Por si un día vuelvo a escribir cuentos, vaya.)

No creo en el arte que depende de la interpretación correcta, pues. Siempre se interpreta, claro. Cuántas veces nos pasa que escuchamos una canción en un idioma desconocido que nos parece bellísima y le inventamos una historia y todo… y cuando nos enteramos de la letra real resulta una bobada himaláyica. Pues mala suerte. Nuestra interpretación habrá sido una mierda, pero la emoción era real, ¿no? Como cuando la gente escucha los Carmina Burana con música de Carl Orff creyendo que está escuchando música sacra y luego descubre horrorizada que son cantos profanos, calentorros, borrachones y altamente irrespetuosos. Su emoción era sincera.

Y cuando no hay emoción sin una interpretación previa, sin educarte en qué tienes que sentir ante tal o cual obra o estilo o similares, el resultado siempre me parece un tanto de plástico.

Lo dicho. Soy un aldeano. Pero nadie puede cuestionar la profundidad y genuinidad de mis emociones al ver ciertos cuadros, al escuchar ciertas piezas, al recorrer ciertas películas (como Casablanca, que debo haberla visto treinta veces, la mitad sin información ninguna y la mitad después de haberla diseccionado escena por escena en un curso de guión con Robert McKee, lo cual me da autoridad, creen algunos, para hablar sobre la película, y es más erudición que da puntos si usted es dado a eso).

Y eso es lo que a veces cuestiono. Cuando alguien aplaude emocionado la Sonata II para Piano Preparado (con tornillos entre las cuerdas, en serio) de Cage, no puedo sino pensar que hay algo de «Tengo que aplaudir porque es un grande, como Riflovia Mishkiminsky»

Quizá soy injusto, pero he visto mucho postureo de sala de conciertos y galería y se le reconoce fácilmente. Vamos, que salta a la cara.

Y me enferma. A veces, como en el caso de Opalka, ya no por el responsable de «crear» el arte en cuestión (aunque simuladores haylos por resmas, si quiere le presento unos cientos), sino por quien lo finge disfrutar cuando uno sabe (porque lo sabe) que estarían más a gusto en algo más aldeano, con pintura más aldeana, con música más aldeana, con literatura que se entienda y así.

Y yo prefiero a los aldeanos y ser uno de ellos. Al final todos vienen a bailar con nosotros.

(Publicado originalmente en «No que importe», el 3 de septiembre de 2016)

Esta web utiliza cookies propias para su correcto funcionamiento. Al hacer clic en el botón Aceptar, acepta el uso de estas tecnologías y el procesamiento de tus datos para estos propósitos. Configurar y más información
Privacidad